martes, 27 de julio de 2010

Pepín y El Viejo.
-¡Hey, niño! ¿Por qué tú no juegas con los demás chamacos?
-Ganas me sobran señor, pero…

El muchachito volteó a ver a su interlocutor para responderle de forma tajante, pues su impedimento se evidenciaba, mas no pudo terminar la contestación al darse cuenta de que ese hombre carecía del sentido de la vista.


Mientras en esta ruidosa y polvorienta calle del viejo barrio, los niños juegan al fútbol con su balón de trapos, Pepín esta sentado en su silla de ruedas observándolos, El Viejo es el nuevo inquilino de la vecindad, apenas hoy se animó a salir, seguramente viene de otra antiquísima barriada pues camina con soltura, ayudado por su bastón, entre los sillones destartalados, tendederos y otros triques apilados fuera de las casuchas. Los demás mocosos arman la bulla, entre tanto dentro de las hacinadas viviendas las señoras preparan la comida, los potajes de carne y verduras despiden diversos aromas que se meten en las narices causando el movimiento de los intestinos. Los radios suenan dentro de las cocinas y al pasar cerca de ellas, el viejo se ha enterado de que al licenciado Moreira su esposa le ha descubierto una aventura, en la radionovela “Mis amores escondidos”, ha escuchado la mitad de una receta para hacer “moros y cristianos” con arroz “La Mestiza”, recordó buenos tiempos al oír el danzón “La Camarera”, brinco de gusto cuando “Chalio” Mejía, del equipo de sus amores, el Atlético Ribera, anoto gol; en fin todo un paseo auditivo para un fino oído.


El Viejo anda por el terreno disparejo como flotando, tiene un porte desgastado pero pulcro, calza botas negras de obrero, muy maltratadas por las calles terregosas, viste pantalones caqui como los de ferrocarrilero (¡vaya que si es viejo!), camisa blanca un poco raída en el cuello y los puños, tirantes negros y un chaleco a rombos que hace juego con el pantalón, corona su augusta figura una bien cuidada gorra de ferrocarrilero. Se distingue, como todos los respetables viejos de estas calles.


-¡Elegante El Viejo!,
piensa Pepín al escrutarlo con su luminosa mirada. Él por su parte, no se complica y usa cómodos pantalones cortos, dejando al sol sus flacuchas piernitas, además una camiseta sin mangas que permite advertir unos bracitos embarnecidos, pues son el motor de su pesada silla de ruedas.
No puede pasar por alto en el rostro del Viejo, los surcos que acentúan las facciones rudas del trabajador de las rutas ferroviarias y por supuesto esas dos perlas cafés nubladas, hundidas en sus cuencas; le hace gracia el corte de cabello a rape, pues en estos lares la mayoría de varones acostumbran andar relamidos. Como sabe que los ciegos tienen una suerte de radar, no le asombra que el viejo le haya hablado unos pasos antes de acercarse a su puesto de observador, en el cual hoy ha fallado, por estar atento al juego no se anticipó a su llegada, fue esa áspera voz la que lo saco de concentración.


-¡Buena tarde, Viejo!,
le dice Pepín a guisa de saludo.


-¡Vaya con el rapaz!,
murmura El Viejo, casi llegando al lugar donde se encuentra el niño. Sin embargo no hay ni un dejo de insolencia en esa bienvenida, la infantil vocecita denota familiaridad, no puede evitar recordar a su nieto.


La mamá de Pepín observa asomada a la ventana de su pequeña vivienda, no desconfía, simplemente la situación le da curiosidad, El Viejo es recién llegado al vecindario, quizá no está acostumbrado a los modos rudos de los chiquillos de barrio y ella sabe que su hijo es muy desfachatado, pero siempre le recuerda el respeto hacia las demás personas, sobretodo a sus mayores. El Viejo no parece enfadado por el atrevimiento del infante, así que ella decide mantenerse distante. Algo así es lo menos entre las muchas correrías y travesuras de Pepín y sus amigos. Más de una vez corrió apurada a levantar a su hijo de la lodosa calle, porque sus compañeritos querían meterlo a prisa en su casa cuando el juego era suspendido por la inesperada lluvia, al ser la silla tan pesada se enterraba en la tierra aguada y el pequeño aterrizaba de cara en el lodo provocando la angustia de su madre, entre todos lo alzaban para volver a sentarlo y antes de que ella llegará, estallaban en risas al ver a Pepín completamente embarrado pero ileso después de aquel clavado. Era un niño fuerte y animoso, sabía caer sin sufrir ningún daño, pues le gusta lanzarse tras la pelota cuando esta pasa cerca de él.


-Te he preguntado ¿por qué no estas jugando con los otros escuincles?,
le dice El Viejo.


-Acércate,
le invita Pepín pícaramente.


El Viejo avanza extendiendo su mano esperando encontrar una cabecita sudada por el esfuerzo de correr varias horas bajo el sol, pero sus dedos topan con un fierro frío, se desconcierta momentáneamente, pero reconoce el espaldar de la silla de ruedas; se siente algo desubicado y al intentar situarse al lado del cochecito patea una de las ruedas, inmediatamente Pepín exclama:


-¡Ayyy!, deberías entrar de defensa, abuelo.


El Viejo ríe con la ocurrencia del chamaco y ahora si, colocado junto a Pepín, recorre con sus manos la carita vivaz, la piel curtida por largas horas a la intemperie, terrosa por los ventarrones que se levantan en estos olvidados arrabales. Pepín no deja de sonreír, sabe que el viejo lo nota, se ha dibujado en su rostro una mueca amigable.


-Ya veo, seguramente haces de árbitro en este juego,
barrunta bromista El Viejo y esta ocasión, es Pepín quien suelta la risa sin disimulo.


-¡Diablo de muchacho!
-¡En persona!


Ríen los dos, con entendimiento, como si se conocieran de toda la vida.


-¿Eres ciego de nacimiento, abuelo?,
espeta cándidamente Pepín, alargando sus manos hasta la cara del Viejo.
-No, esto es debido a un accidente, un mal cálculo.


El Viejo perdió la vista debido a una explosión, cuando trabajaba en la construcción de la línea ferroviaria, él era zapador; una desafortunada distracción, una carga de dinamita erróneamente armada, mecha muy corta, mal momento y lugar para un hombre en plenitud de fuerzas. Hay un tiempo entre la señal para alejarse de la zona que se va a explotar y el momento justo del estallido, suficiente para ponerse a salvo, pero esa ocasión el Viejo no pudo guarecerse.


-Entonces no vas a preguntarme de que color es el cielo, ó si tu madre es hermosa ó si tú eres un caballero bien parecido.
-Esas son preguntas de niño. Hace tiempo vi muchas cosas, las tengo en mi mente, varios recuerdos se han borrado, pero conservo cantidad de imágenes en la memoria.
-Sí abuelo, mis amiguitos del hospital siempre me preguntan lo mismo, puedo describirles el rostro de sus madres, pero ¿cómo les describo un color? Sólo les puedo decir que el azul del cielo es tan hermoso como lo es el rostro de ellas.
-Buena respuesta. ¿Y tú, que cosas has visto, pequeño?
-Pocas abuelo, debo estar en esta silla desde que tengo uso de razón. De mi casa a la escuela las calles son muy parecidas, pero me agrada contemplar el cielo cuando esta descubierto; lo que más me gusta es ver el puerto, desde la placita del hospital observo el ir y venir de los barcos, también el patio de trenes en la vieja estación abandonada. Si pudiera me pasearía por esos lugares todos los días.
-Algún día. Yo te puedo llevar si tú me guías, hace mucho que no ando por esos lugares.
-Claro, tú serás mis piernas y yo tus ojos.
-Tremenda pareja ¿eh chaval?


Suenan las dos de la tarde en el reloj de la catedral. Las mujeres comienzan a salir de sus casas, para llamar a los chamacos a comer; dedican unos minutos en el cotilleo de los programas de radio, las fiestas de la parroquia, los problemas de sus maridos en el trabajo, los chismes de la calle, que si alguna de las niñas ya dejó de serlo y comienza con los cambios propios de la edad, que si los muchachos mayores andan a deshoras por el centro de la ciudad y los han visto en la juerga; El Viejo es tema por ser recién llegado, lo escrutan con descarado interés pues saben que él no las puede ver.


-Abuelo se ha formado el corrillo en tu honor.
-Vaya distinción, andar de boca en boca, ya no hay respeto.
-No hagas caso, en una semana nadie hablará de ti y podrás estar en paz. Dime, abuelo ¿estás solo?
-Más solo que la cima de una montaña, pero más a gusto que una parroquia en día de fiesta.
-¿Gastas tu dinero en alguna fonda del centro? Te caería mejor una comida hecha en casa, no se hable más, esta tarde comerás en la mía.
-¡Vaya qué eres un fresco! Así nomás, sin preguntarles a tus padres, invitas a un desconocido.
-Vivo con mi Mamá, nada más. Ella no se molestará cuando le diga que hoy tendremos compañía en la mesa.
-Cuéntame, pequeño ¿por qué tu padre no está con ustedes?
-Trabajaba en el puerto; un día vinieron a avisarle a Mamá de un desafortunado accidente, un error como has dicho tú, una carga mal sujetada, no tuvo tiempo de ponerse a salvo, murió bajo un montón de costales de sal. Mamá ya no pudo verlo con vida, tuvo que reconocerlo, yo no lo vi hasta el día del sepelio, antes de que lo bajaran a la fosa. La gente hablaba de nosotros con lástima, no se imaginaban que una mujer viuda y un niño “lisiado” pudieran ganarse la vida. La cooperativa cubrió los gastos y queda una modesta pensión para sostenernos, Mamá se reparte en varias labores al día, vivimos lo mejor que podemos. Lo extrañamos mucho, pero Mamá nos ha sacado adelante, es fuerte como lo era él, ya la vas a conocer.


La madre de Pepín ha salido a la calle para avisarle de la hora de comer, alcanza a escuchar, las palabras de su hijo, se siente complacida y tranquila al saber que el chiquillo aprecia sus esfuerzos, guardando un buen recuerdo de su padre, sobreponiéndose a su ausencia e intentando, como ella, dejar en el pasado esa desgracia.


-Me asombra tu entereza, muchacho. ¿Qué haces para aliviarle la carga a tu madre?
-Le ayudo todo lo posible en casa y con algunas labores que trae de vez en cuando para completar las cuentas. También me empeño con los libros, quiero tener buenas notas en la escuela, voy a ser el primero de mi clase para darle una alegría a Mamá.


La joven madre de Pepín los interrumpe. A esta hora el calor es más intenso y lo mejor es pasar a la pequeña pero acogedora casita para tomar los alimentos y posteriormente regalarse una siesta en lo que refresca la tarde.


-Señor, espero que Pepín no lo esté molestando. Bueno, es la hora de comer ¿nos hará el honor de acompañarnos?
-No quisiera darle molestias, pero me ha agradado tanto encontrarme con su hijo que acepto con mucho gusto.
-¿Ya ves abuelo?, te dije que Mamá no se opondría.
-Pepín no seas maleducado, llámalo por su nombre. Disculpe a mi hijo, es un poco campechano.
-No se preocupe, señora, pero es que con la plática no me he acordado de presentarme.


-¡Cuidado Pepín!,
le gritan en coro al pequeño el grupo de niños que jugaba a la pelota.


Pepín voltea rápidamente y haciendo gala de su viveza, se impulsa en los costados de la silla y eleva su cuerpo para asestarle un certero cabezazo al balón de trapos, se queda unos momentos balanceándose hasta que la andrajosa pelota cae en las manos de uno de sus amigos. Toda la mañana esperando un momento así, se imagina haber metido gol, jugando en un gran estadio, su carita es la viva imagen de la alegría.


-¿Viste Mamá? Abuelo tendrías que haberme visto como le di a la pelota.
-Me lo imagino oyéndote tan contento.
-Bueno caballeros, pasemos a la casa, ya habrá tiempo para estar en la calle, más tarde o mañana.


El Viejo se apoya en el espaldar de la vieja silla y guiado por la madre del muchachito se dirigen a la pequeña vivienda. Rodeados de los otros niños, que se han acercado a festejar con Pepín, avanzan por la banqueta, los chicos se despiden palmeándole fraternalmente los hombros, pactan de una vez el próximo partido, más tarde o mañana, es el dicho entre la gente. No existe ninguna prisa, cada quien se introduce en su propia casa, ya se reunirán otra vez en la calle, los viejos, las señoras y por supuesto ellos, los niños, que le dan color y vida a estas polvorientas calzadas, ahora solitarias y silenciosas, pues el bullicio se reparte y se vuelve un murmullo desde el arrabal, combinándose con las sirenas de los barcos en el puerto cercano, los pitidos de cada tren que arriba a la estación y el tañido de las campanas en la catedral del centro.

sábado, 24 de julio de 2010

POST CON ROLA
Es su rostro un caleidoscopio de muecas y colores, cambiantes, desobedientes. En su cabeza las ideas se niegan a dar paso a oraciones coherentes, rehuyéndose entre si, entrecortando el habla. Los ojos hacen agua, a punto de naufragar en la espiral del ridículo. Aislado en isla infranqueable de temores, sabotea cada intento de rescate, adentrándose aún más al refugio ambulante que lo expone. Preso irredento, deambula intranquilo, por la gran cárcel sin barrotes, carente de ruta y destino. Sintiéndose inquieto por procaces pensamientos, contrarios a ciertos mandamientos. Largos letargos, flotando en anodino tiempo, persiguiendo apariciones. Fatalista indefenso. Individuo desapegado de formas y gustos colectivos, se mimetiza silencioso, inmóvil, ciego de imágenes en la mente, sordo a la algarabía de la gente. Desconfiado. Observa sigiloso, desinteresado del humano tránsito diario. No lo atrae la competencia, ni se afana en complacencias. Jamás respeta hábitos, satisfecho mira el caos con total indiferencia. Tampoco esta impuesto a metas, a proyectos no se aferra, a malvivir el presente se concreta. A veces el ánimo no le alcanza ni para lo ordinario, constata con fingida indolencia como las horas se agotan a diario. Los malos tiempos son un abismo donde mora con frecuencia. Su ser ha sabido de vicios y situaciones sin sentido. Ahora, un tanto abatido, intenta ser precavido. No atina a resolver si está en una búsqueda o anda extraviado; preguntándose si va rumbo a donde quiere estar, anhela encontrar respuestas y un camino. Aunque otros modos de vida desdeña, muy a su pesar, constantemente con ellos fantasea. Nadie vela su descanso, no hay quien por él aguarde, ni se preocupe de cuidarle. Ocho horas las vive inconsciente, en sueños confusos; otras cuatro procura estar distraído, oyendo chismes de gente superflua; sabe que el resto del día se va a sentir reducido, perdido en su triste rutina, aburrido. Apartado de los tumultos, tan solo como Dios Padre, pero más a gusto que el Diablo. Dirige la vista al suelo, es tan corta su altura; levanta los ojos al cielo, se da cuenta de la insignificancia de su estatura. En el filo de la dualidad mantiene precariamente el equilibrio. Aspira a dejar de ser absorta sombra.




¡¡¡LA VELA RIFA!!!

lunes, 19 de julio de 2010

Muchos pensamientos,
nada que decir,
en balde me atormento
al intentar discurrir.
¿Si no me afano,
de qué me ufano?
No encuentro calma,
tras larga noche,
grita mi alma,
un rudo reproche.
Atento en silencio,
sensible al murmullo,
presto lo agencio,
vuelto reo suyo.
En impávida víspera,
el juicio perdí,
con desasosiego,
insomne seguí.
¿Estaré para reanudar,
o me quede por esperar?
Captar la oportunidad,
luciendo pericia;
trocarla banalidad,
vulgar estulticia,
mortal ambigüedad.
La razón pobre,
del alma libre,
concédete hombre,
el descanso cobre.

lunes, 5 de julio de 2010

Subir cargando,
vertebras bajo presión,
bajar aligerado,
abdomen en tensión,
caminar apresurado,
extenuante locomoción,
lapso limitado,
trajinar sin dilación,
laborar al plazo aliado,
evitando su coerción,
al término llegar holgado,
disfrutando de satisfacción.
Infalible compañero
del acucioso obrero;
implacable capataz
del displicente incapaz.
Empujando cuesta arriba,
vital rebasar el vértice,
gastando sudor y saliva,
dolor, de logro es índice.
Al conquistar la cima,
quítate el peso de encima,
observa caer el lastre,
cerciórate que no te arrastre.