sábado, 24 de noviembre de 2012

Unas gotitas de limón, para dar sabor, a la vida insípida que sin aviso se le presentó. Exprimen de sus ojos lágrimas agrias, recuerdos que ella insiste en retener, come limón con azúcar mientras añora un lugar y un tiempo a los que no puede volver. Zumo ácido baja por su tráquea, arrastra palabras que podrían corroer al pronunciarlas, mejor digerirlas junto con un caldo caliente, de familiar sazón. Corta su verde armadura y el limón llora, vierte un poco en el café de la mañana, después de una noche acre de insomnio. Se acicala, jugo del cítrico para aplacar su cabello, el resto del fruto lo pasa por sus axilas, adentro de su cuerpo el gusto, el aroma en su exterior. Se acuerda cuando maceraba la corteza del limón, para frotarla en sus pechos, luego su amante derramaba mezcal en ellos, más embriagados de lujuria que de alcohol; él hendía su cuerpo, justo en el centro, dos pares de brazos exprimían sudor de esfuerzo y luego de un rato de apretarse mutuamente, quedaban desmadejados en la cama, como cáscaras estrujadas, pero vivas, perladas de efluvios de pasión. Sacude su cabeza y aleja esas imágenes, un buche de tequila y una chupada profunda a medio limón con sal, las penas así tienen una faz más amena. Se promete que de sus ojos verdes claros, mitades de limón maduro, ni una gota más de tristeza volverá a escurrir. Ella sabe que el sabor agrio tiene un dejo de alegría, piensa mientras engarza en su melena azabache, una blanca flor de azahar.

sábado, 17 de noviembre de 2012


Olaf Ochotorena y Omar Ochoa viven en la calle ocho, les dicen los “pochos”, porque durante varios años se fueron al gabacho, de mojados, sufriendo, más que logrando, el sueño americano.
Los dos nacieron el ocho de agosto del ´88; son grandes amigos, varias coincidencias emparentadas con el número ocho los fueron acercando, como la pista Scalextric que compraron juntando sus ahorros, cuando tenían ocho años. A sus dieciocho, pasaban todos los domingos en la calle, jugando tocho; aunque sus familias eran católicas, ellos dos no tenían nada de mochos.
Viven en el número ocho de la calle oriente 8, de la colonia Renovación de 1985, en un viejo edificio que data de la década de los años ochentas, pero del siglo XIX; en los números interiores 80 y 88, respectivamente.
Olaf posee, de nacimiento, una prominente nariz, a Omar un certero tubazo le deshizo el tabique nasal, pero a pesar de esto no quiso nunca operarse, por lo cual además de tenerlo desviado, un bulto bastante visible adorna su cara; por eso la banda de vez en cuando les llama también, los "pinochos", cosa que les desagrada bastante y por eso se enfrascan continuamente en absurdas discusiones que invariablemente terminan en violentas amenazas, pero nada más. Por si fuera poco, se ganan el sustento como carpinteros.
Poncho el Morocho, es vecino y un buen amigo de los "pochos", nadie sabe con certeza de donde procede, aunque él presume ser argentino pues vende pochoclo y otras veces dice ser colombiano, pues en su pequeña fonda sirve sancocho.
Todos los viernes salen a dar el roll en su "vocho", modelo 1983, escuchan rolas de Polymarchs e invariablemente antes de comenzar a ingerir bebidas embriagantes, van a tirar bola al billar de la colonia, el Círculo 33; por supuesto juegan bola 8. Cuando el presupuesto lo permite, se dan su escapada a La Merced, para proporcionarle desahogo al cuerpo, con las “damas del chocho”, que es como se refieren ellos a las prostitutas.
Así transcurre la circular vida de los “pinochos”, con escasas alteraciones, entre música disco, cubas y chelas, chamba, mujeres y harto cotorreo con su amigo Alfonso, que dicho sea de paso, en realidad es jarocho.