jueves, 9 de febrero de 2012


Alguna noche, una de esas muertes va a llevar mi nombre.

Tú, descuidada recibes la lluvia, opacos reflejos en la noche te adornan, lunas artificiales que se alargan con la humedad. Obstinado por seguir en vela te recorro, resbalo sobre tu piel, el agua me impide ver tus defectos. Un letargo sigiloso intenta adormecer mis sentidos, la luz fija en el retrovisor y el sonido monótono de la ruta, me hipnotizan; un instante es la vida. Pierdo el control, giran las calles, el túnel se retuerce, mi cuerpo se fragmenta y de pronto todo es olvido. Jirones de piel sobre la tuya, lágrimas disolviéndose en grasa lodosa, sangre corriendo hacia tus venas, por las alcantarillas. Raudo un mal presagio ulula en la avenida, impresionados policías registran otra desgracia, el comité de curiosos observa desde los autos, alguno con respeto se santigua; solitarios rescatistas suben los pedazos de una historia anónima a la ambulancia. En el ingente silencio de la noche anegada, nadie se percata de una sombra que brega contra la lluvia, en su afán de alcanzar el cenit de su esperanza.

sábado, 4 de febrero de 2012

 Mientras pesados grises tapan el inamovible azul, la lluvia de hojas secas cubre un objeto que yace en la banqueta. Es un cuerpo tan desconocido que ya no recuerda ni su propio nombre. Algunos perros callejeros se echan a su lado al percibir un débil calor. Ladran cuando advierten que algún transeúnte distraído pudiera tropezarse con el bulto que custodian. Lastimeros aullidos acallan los leves quejidos,  del cuerpo que lentamente absorbe el frío de los viejos adoquines, debajo de una frondosa Jacarandá, la cual, próvida le ha obsequiado durante la tarde, una sábana de pálidos lilas, amalgamada con la inesperada pertinaz llovizna y tierra de la banqueta.
El frío poco a poco abraza a la noche, los perros advierten el gélido dolor de la tumba improvisada, el viento llora quejumbroso entre las ramas, un cirio de plata se abre paso entre las nubes, campanadas de las tres resuenan en esta calzada vacía, no cesa la llovizna y algunos truenos y relámpagos hacen más lúgubre la escena, acompañando el réquiem de bestiales alaridos, cuando sienten rigor mortis debajo de las flores lodosas.
La calidez de la aurora, delicadamente despierta a la Ciudad, los barrenderos comienzan su faena, barren calles húmedas en la quietud matinal. Uno de ellos se aproxima a la jauría de perros que rodean una silueta abultada de sucias hojas, desconfiado blande su escoba, más intimidado que dispuesto; los cerberos se desperezan, reciben con intimidantes gruñidos al hombre que se acerca, al tiempo que advierten con azoro ausencia debajo del montón de hojas. Con un entendimiento instintivo, claman por última vez, irguiendo sus pescuezos hacia el cielo, luego trotando ágilmente se dispersan.
El barrendero que nada sabe, después de la sorpresa, asesta un enérgico golpe contra el cúmulo ordenado, para descubrir con desagrado, un conjunto de prendas andrajosas y pestilentes, que se han quedado enredadas en su escoba. 
El sol va descollando, inunda los negros cauces con coloridos destellos metálicos.