jueves, 5 de mayo de 2011

La muerte siempre está presente.
A veces sesgando silenciosa las voces y los llantos, las risas y las plegarias.
A veces sin piedad aplasta pequeñas e indefensas vidas.
A veces, bramando vuela sobre desprevenidos y mansos seres que la sienten estallar dentro del pecho.

Un niño abraza un cuerpo sin vida, era su compañero de juegos, se deslizaban temerarios sobre las vías, con la voz maternal en la conciencia repitiendo los consejos; se apoderaban todas las tardes de un pedacito del mundo, confiados y alegres, exprimiendo cada instante previo al anochecer, creciendo, compartiendo experiencias y secretos, abrazando similares ilusiones, alentándose mutuamente, con sincero y fraternal cuidado.
Un niño solloza al recordar la escena:

la muerte al volante de pesadas ruedas se acercaba rápidamente, despreciando el código de colores, arrolló sin miramientos el pequeño cuerpo de un niño de trece años, el pequeño cuerpo exánime y roto vuela unos segundos, cae rodando sobre el pavimento, la muerte estrecha en sus invisibles brazos la vida de un inocente. Un niño aterrado no atina a hacer algo, cuando ve al conductor de la muerte escapar, se siente abandonado, se fueron los juegos, las risas, las horas largas paseando en bicicleta, vive en ese momento la noche más triste de su corta vida, su cómplice y mejor amigo ya no se levanta, la oscuridad y la indefensión parecen engullirlo a él también.
Nunca y siempre van de la mano.

Un hombre mayor se dispone a descansar, atiende sin prisa una llamada que interrumpe su ritual nocturno, del otro lado del auricular uno de sus hijos le avisa que no llegará a casa, le pregunta cómo se siente, el hombre responde que todo está bien, tranquiliza a su vástago y se desean buenas noches. Después de colgar se acomoda en su sillón, mullido trono de sus noches solitarias, sorbe con delicia un café tibio, enciende el último cigarro del día, cambia los canales del televisor tan viejo como él, compañero de la viudez, de la ausencia familiar; pero todo está bien, las costumbres se arraigan, los hijos salen de la casa paternal a fundar sus hogares, hablan un rato con Papá todas las noches, están relativamente cerca, por si algo llegara a pasar.
El hombre mayor no se dio cuenta que una compañera silenciosa entro en sus aposentos, lo observa sin urgencia terminar el café y apagar la colilla del cigarro, el cansancio insoportable de años cierra los ojos del hombre, el viejo televisor permanece encendido, su cuerpo lánguido a merced de su destino. La muerte mete mano en su pecho, coge el corazón del hombre y lo aprieta hasta detenerlo, sin violencia ni dolor, dentro de un sueño termina con más de setenta años de existencia.

No hay continuación, no hay moraleja, la muerte siempre está al acecho, la muerte nos aleja; corre, vuela, degolla o dispara, no le importa la manera, finalmente se impone, a veces instantánea, otras después de largas esperas.