lunes, 8 de febrero de 2010


Con recurrencia sueño ser habitante de una ciudad en la que existe una sola calle principal, la cual es amplia e interminable; camino por ella como en una banda sin fin. La calle es toda la ciudad.
Los autos pasan sin hallar aparcamiento. Inacabable calzada donde van y vienen lo deseado y lo que se ignora.
Ruido y mucho humo enrarecen el ambiente, gritos chillones de carros indomables, piloteados por robots desquiciados que presumen un desigual dominio.
Gente atravesando de una acera a otra, combatiendo sordamente, cada uno solo; riadas de autómatas angustiados, llegando siempre tarde. Transeúntes taciturnos, osados, se hacinan en banquetas de dimensiones insuficientes, con escasa precaución juegan al equilibrista en las orillas, evitando penosamente ser agredidos.
El asfalto se empeña en detener la marcha de autos y personas.
Centauros metálicos de patas vulcanizadas lucen sus cromadas crines; rugen galopando raudamente, eludiendo los obstáculos móviles.
No hay armonía en esta vía.
Caminos serpenteantes y callejones estrechos, semejantes a vértebras arruinadas, empiezan y terminan en ella. A sus flancos, barrancos copiosos de desechos amurallan los caminos.
El cielo ofrece su límpida faz, con un sol fustigante desde el cenit, aniquilando cualquier asomo de agua en el aire o el pavimento; ninguna construcción o árbol logra dar sombra a los peatones que deambulan somnolientos.
Un ángel desastrado, otea con ojos lacrimosos, posado en su nube de hollín. Dragones descalzos calientan el aire al rojo vivo en cada cruce. Malabaristas de la pobreza, ataviados con caretas de jolgorio insisten en que se practique la caridad.
En mi desvarío onírico, el gentío no sabe a donde va, aún teniendo referencias exactas: entran y se pierden, salen confundidos, sube sin ganas, bajan ansiosos, corren sin meta fija, chocan unos con otros, retornan al mismo lugar, compran sin necesidad, venden , tranza, bebe, fuma, insulta y su humanidad se pierde cada vez más.
Al despertar, inicia la innegable pesadilla.