martes, 20 de diciembre de 2011


Luego de la lluvia, el sol comienza a abrirse paso entre las nubes, insinuándose tibiamente. Veinticuatro horas de tormenta, terminan en pesado sopor, humedad volviéndose vapor, el calor parece una garra que asfixia, pero aún en este ambiente, todas las formas de vida empiezan a moverse. Hormigas reanudan su interminable cadena de ida y vuelta, grillos escondidos dejan oír sus monótonas notas, parvadas de palomas suben y bajan, removiéndose el letargo, los perros se sacuden el agua y la pereza, los girasoles se estiran, dando la cara al sol que ya despierta; pétalos perlados arrojan su fragancia al viento, esencia invisible de la vida, dispersándose en medio de luz y olores. Una multitud de flores, proyectan su belleza entre el azul del cielo, tensan el arco de colores; de un lado doncellas de etéreos aromas, al otro extremo un reino de verdor, domina en rededor. Hadas del bosque salen a la hora del crepúsculo, asisten a sus clases de canto bajo la tutela de las aves, refrescan la garganta, bebiendo rocío de las plantas; el viento participa ululando entre los árboles. La luz se despide coloreando nubes que coronan las cumbres, murmullo de ríos se une al bullicio de trinos, aullidos, canto de gallos, apacibles mugidos y el silencio que viene apersonándose, en la oración de la tarde. Muy pálida antes del reflejo, la luna se asoma, un paso por segundo, dando espacio a su sequito de luces titilantes, remotas pero permanentes.  El día y la noche, cumpliendo su pacto tácito, se reparten los hemisferios del firmamento. Centinelas de fija mirada, otean en la oscuridad; la fiesta, por unas horas, duerme en paz.