jueves, 26 de agosto de 2010

Lluvia nocturna, te llevas el calor del animo, en tus charcos retienes el ímpetu de los peatones azorados, huyen de ti o se repliegan, indefensos ante tu voluble andanada, te maldicen y esperan. Caes intermitente, sin aviso, te apropias los espacios públicos; algunos pocos andantes gozan parsimoniosamente, sin reproches, tu frugalidad ó tu insistencia. Por largos minutos tus gritos luminosos son el sonido reinante en la ciudad, a dúo con el ulular del viento, en tu pista se mecen gráciles sombras, se inclinan los árboles al peso de tu caída, ahuyentas a los perros; atrasas los planes de los trasnochadores, les robas momentos inquietos, los impacientas, empapados de desesperación, su malicia se vierte contigo en las alcantarillas. Callejeros pernoctan bajo tu pertinaz presencia, ateridos entre el agua y el cemento, al cobijo de un cartón, refugiados del desamparo bajo un quicio bienhechor, enlazando su desdicha con las tibias garras del alcohol. Complicas el transitar, los reflejos que creas dificultan la visión, desdibujas las rutas; cayendo en cascada por los cristales, obligas al bullicio a reposar malhumorado. Vendedoras de placer en el barrio popular, desafían tus acuosas hordas con una fogata de basura, en la esquina oscura, esperando al inocente, al vil, al perdido y a los fisgones, estoicas remontan las sórdidas horas en que te apersonas. Has cambiado tus fechas de arribo, sucedes donde antes no, impredecible, haces mucha falta y cuando acudes resulta imposible reprimirte. No hay superficie que se libre de tu efecto, desbordas los envases que pretenden contenerte, omnipresente, como el aire y el polvo, dueña de la noche te acompaña el mezquino tiempo, surcas las sucias calles, todo resquicio rellenas, cabes en los pequeños poros de la piel citadina.