jueves, 22 de abril de 2010

Bien entrada la noche, me despierta el silbido de tu respiración,
sonido más armonioso del concierto que arrullaba mi sueño;
descubro un rostro sosegado, lo contemplo con devoción.
Recorro, con la vista, el cuerpo desnudo bajo la seda,
interrumpe tu descanso, mi naciente agitación;
nos encontramos en cómplice y lúbrica mirada.
Presagiamos con voluptuosa intención el deseo recíproco,
ansiosos impulsos mutuos anticipan la celada,
colisionan dos fuegos, en un encuentro inequívoco.


Bautízame con el líquido salado de tu regazo,
mientras paladeo el zumo agridulce surgido de tu boca,
cada poro expele su euforia, somos un volcán orgánico,
abrasando el blanco mar que nos sostiene.
Dos larvas benignas miden el terreno con vehemencia,
disfrutando analogías y variedad sin impaciencia.
La aspereza se estremece vibrando expectante,
allanándose al sentir el húmedo y acariciante paso.
Al encontrarse, se reconocen, se entregan,
enfrascándose en un duelo placentero.

Caemos en la tentación,
mas no en el pecado;
en intimidad, la unión
es un acto sagrado.


Por aromas de éxtasis envueltos,
sendos torrentes fluyen intestinos,
le petit mort tan repleta de vida,
una pareja, en su vía láctea sumergida.

Ligados por un lenguaje instintivo y silente,
impregnadas una de otra nuestras almas,
han tocado la solidez de lo intangible,
preservado la fragilidad de lo perdurable,
retornando embelesadas, del vacío a la calma,
el tálamo es guarida de los cuerpos inertes.

Poseídos nuestros espíritus del ardor más lujuriante,
rendidos a tan sublime concupiscencia,
serpientes devorándose mutua e infinitamente,
bajo el yugo voluntario de un instinto epicúreo.