Eugenia
arrastra el olvido, de lo que fue su universo nada más le queda un pequeño
pedazo de calle. Lleva largos días recorriendo ese tramo de asfalto, de un lado
a otro, como presa, pasos firmes y exactos, sin traspasar las esquinas.
Eugenia, mujer de la calle, que a nadie se vende, ni nadie reclama. Pernocta en
la banqueta, durante las tardes toma un descanso de su ir y venir machacante,
en los quicios de las puertas. Su presencia es, a la vez, importante e
imperceptible, como un árbol retorcido, un montón de basura, una ventana rota,
una luminaria fundida, una capa de hojas secas tapizando los autos; Eugenia es
parte del mobiliario animado pero mudo, de aquel microcosmos citadino, donde ejecuta,
con mínimas alteraciones, sus ciclos circadianos.
Nubes
deshilachadas, pretenden disminuir la imponencia del infinito celeste un día
cualquiera, pero no tienen fuerza para resistir al viento ni logran reunirse
para amenazar a la Ciudad y Eugenia maldice porque no lloverá; la desnudez de
la Jacaranda no puede darle sombra, pero a pesar de eso, ella siente frío al
mediodía y sin aviso, su mente se pierde en el espejismo de recuerdos que creía
perdidos.
Una
niña con las rodillas raspadas y las manos llenas de tierra, abrazando
fuertemente una muñeca, corre hacia su casa cuando escucha que Mamá le grita;
se acerca la lluvia y por primera vez la sorprenderá fuera, corre huyendo de
algo que no conoce y que al parecer no es bueno, pero al sentir las gruesas
gotas golpeándola de pies a cabeza, la incertidumbre se convierte en risa pues
el frescor del agua le produce dicha. Deja de correr y avanza lentamente,
permitiendo a esa alegría que amaina y arrecia, le moje completa.
Una
hermosa joven, ávida de vivir, se baña en un río, por momentos se deja llevar
por la corriente, el agua cristalina no oculta su cuerpo, con descaro algunos y
con indiferencia otros, la miran, mientras ella sólo ve hacia el techo inmenso
que todo lo abarca. En un meandro del curso, un joven la aguarda, sin
sobresaltarla despierta en ella un interés que hace poco presentía; sus ríos
interiores se vuelven afluentes de un mar de amor y vida, mientras de pie en el
cauce, los acaricia un cadal sin fin ni principio.
Una
mujer cierra tras de sí la puerta de su realidad más sólida, sale dejando atrás
lo que creía amar, pero es que un día sus amarras se soltaron, la jaula se
abrió sola, sus pies desaparecieron y le nacieron alas, entonces echo a volar,
sin despedida ni lágrimas, a pesar de presentir que estaba equivocada, pues sintió
que algo fuera y dentro de sí, le llamaba.
Esa
noche, acurrucada junto a la Jacarandá, Eugenia, única habitante del mundo, se
rinde al abrazo del frío de la madrugada, las raíces del árbol absorben su
savia, en pocos minutos su cuerpo se seca, hordas de insectos llevan, en
diminutos trocitos, su cuerpo debajo de la tierra.
En
la calle de Eugenia, cuando un nuevo día clarea, el barrendero llega a iniciar
su faena, descubre el montón de ajadas prendas en la banqueta, las mueve con
delicadeza para despertar a la dueña, mas ya no contienen nada; no sale de su
asombro, cuando al levantar la vista, le cuesta trabajo creer que ese árbol
ayer raquítico y desnudo, hoy luce hojas de un verde radiante y las flores
lilas parecen resplandecer sin ayuda del sol. Más se intriga al observar el
rocío que cubre a la Jacarandá entera. No lo sabe, pero son las únicas lágrimas
que lloró Eugenia.
Quisiera
seguir hablando de Eugenia, sin embargo ya no escucho su voz en mis sueños, ni
recuerdo la belleza de su rostro, es más, ni siquiera puedo afirmar que era
bello, sólo me queda un nombre en una calle.