Eugenia
no murió.
Se
halla extraviada, suspendida, lejana de la vida.
Sumergida
en un sueño inconexo de la existencia sensorial, dentro de una realidad que
nadie imagina.
Imbuida
en su ensoñación, hace inventario de todos sus momentos, los aquilata fuera de
falsos sentimientos.
Lleva
tan poco desaparecida, que nadie la extraña y a la vez ha sido tan larga su
ausencia, que nadie la recuerda; la inmensidad de aquel segundo la hace inmune
al ansia, a deseos o esperanzas, en ese lapso sin límites donde se localiza, es
indiferente a todo, su esencia cabal en plena paz. Abre sus ojos y puede ver en
la obscuridad, flota en el vacío, no sufre ni cae. Tras un parpadeo, recorre
eones de años luz, estridentes corazones luminosos atestan el infinito, los
mismos que desde lejos embelesaban su vista, cuando deducía que jamás podría
calcularlos y ahora puede tocarlos, fundirse en su energía, seguir viva después
de la extinción, ser luz.
Eugenia
convierte sus células en polvo estelar, haciendo acopio de valor antes de su
inmersión en la vía láctea, atraída desde un extremo por la calidez de una lejana
tormenta solar; cambiada en partículas luminosas, se dispone a regresar a su
hogar.
Otro
salto, otra dispersión, involución al misterio de la creación, disgregada en el
siseo universal, avanza contra el impulso, para volver a encontrarse.
Tal
vez en la sombra que proyecta una hoja al caer de su rama o en el aliento que
se enfría al salir de una boca o en un beso que es lanzado al aire para
despedir a alguien o en la lágrima de una tortuga al desovar o en el
indescifrable idioma de los mamíferos debajo del mar o en esos pensamientos que
de imágenes mentales a palabras no se pueden transformar; de alguna manera,
Eugenia volverá.
Domina
el dolor, intenta postergar el instante en que deberá abandonarse.