viernes, 6 de abril de 2012


Eugenia no murió.
Se halla extraviada, suspendida, lejana de la vida.
Sumergida en un sueño inconexo de la existencia sensorial, dentro de una realidad que nadie imagina.
Imbuida en su ensoñación, hace inventario de todos sus momentos, los aquilata fuera de falsos sentimientos. 
Lleva tan poco desaparecida, que nadie la extraña y a la vez ha sido tan larga su ausencia, que nadie la recuerda; la inmensidad de aquel segundo la hace inmune al ansia, a deseos o esperanzas, en ese lapso sin límites donde se localiza, es indiferente a todo, su esencia cabal en plena paz. Abre sus ojos y puede ver en la obscuridad, flota en el vacío, no sufre ni cae. Tras un parpadeo, recorre eones de años luz, estridentes corazones luminosos atestan el infinito, los mismos que desde lejos embelesaban su vista, cuando deducía que jamás podría calcularlos y ahora puede tocarlos, fundirse en su energía, seguir viva después de la extinción, ser luz.
Eugenia convierte sus células en polvo estelar, haciendo acopio de valor antes de su inmersión en la vía láctea, atraída desde un extremo por la calidez de una lejana tormenta solar; cambiada en partículas luminosas, se dispone a regresar a su hogar.
Otro salto, otra dispersión, involución al misterio de la creación, disgregada en el siseo universal, avanza contra el impulso, para volver a encontrarse.
Tal vez en la sombra que proyecta una hoja al caer de su rama o en el aliento que se enfría al salir de una boca o en un beso que es lanzado al aire para despedir a alguien o en la lágrima de una tortuga al desovar o en el indescifrable idioma de los mamíferos debajo del mar o en esos pensamientos que de imágenes mentales a palabras no se pueden transformar; de alguna manera, Eugenia volverá.
Domina el dolor, intenta postergar el instante en que deberá abandonarse.