domingo, 5 de junio de 2011

Quisiera irme en una tarde apacible, después de haberme alejado lo suficiente para ser olvidado por los que me conocieron y sintieron un aprecio por mí. Luego de una ausencia prolongada, cuando nuestros caminos se hallen tan distantes que las caras y las acciones sean un recuerdo impreciso. Deshacerme del apego, despojarme de deseos, encarar a la noche con el miedo palpitándome en todo el cuerpo, pero no retroceder ni lamentar nada. Aceptar que sencillamente todo acaba en la vida intermitente, en la eternidad suspendida. Sin embargo, aunque viejo, conservo la idea de escapármele al tiempo, negarle mis huesos, seguir mirándome, sin tristeza, en transparente cristal de soledad, cada vez más cerca de rendirme, abreviando el final, pues ahora cada paso es un pesado trabajo, un nostálgico adiós a cada cosa. Renuncié poco a poco a las palabras, para ir habituándome al silencio; risa y llanto los tuve muchos momentos en que fueron precisados; amor y odio, llenaron mi cabeza, calentaron mi sangre, me impulsaron a cruzar rutas que consideraba ajenas; errores y aciertos, disputaron mi balanza, pero ¿quién soy yo para juzgarme? si la falsa culpa puede absolverme o la excesiva indiferencia me lleva a condenarme.
Espero se me conceda mi último deseo, pues no quiero yacer bajo la tierra fría. Quiero sentir al vacío traspasándome, caer al abismo dando un grito, la boca bien abierta para tragarme la oscuridad mientras me engulle, sentir al gélido silencio arrancarme cada átomo todavía ardiente, percibir como se va dispersando la materia de la mente, hasta el instante final de la conciencia.