Una
batalla se cierne sobre la Ciudad.
Plomizas
masas confluyen arriba del valle; de norte y sur arriban, impidiéndose el paso
mutuamente, sin remedio se aniquilarán, el viento las impulsa a una conflagración
inevitable. Lentamente oscurecieron la tarde, las calles fueron quedándose desiertas,
nadie quiere presenciar a la intemperie la inminente reyerta. Electricidad
ilumina el vacío y colosales bramidos anuncian la tempestuosa pelea. Titánicos volúmenes
chocan unos contra otros y en un instante se desintegran, millones de agujas,
pinchando la piel citadina, bajan intempestivamente en forma de gruesas gotas,
contra toda superficie, anegándolas; esas nubes se vuelven charcos inmensos en
las calles de la Gran Ciudad. Una andanada de granizo resulta de la brutal
batalla, más rayos partiendo el cielo, más rugidos y violentos aires dominan el
valle, indefenso bajo el acuoso fuego nutrido.
Mas
toda esa violencia es necesaria, porque es vida. Y se piensa que nada cae del
cielo.
Hace
dos horas llueve, parece que nunca ha de parar. Un extenso pueblo fantasma
aguarda impaciente el final de la tormenta.
El
momento más álgido de la lid, es también el preludio de la calma, los
proyectiles se adelgazan, el viento ahora pasa acariciando las empapadas
construcciones urbanas, a centellas y truenos les gana el silencio.
Por
unos momentos se respira quietud.
De
entre los huecos de las agotadas nubes, los rayos del sol retozan con tibia
parsimonia, tocan los húmedos pisos y avivan el estado más liviano del agua,
poco a poco hilos de vapor se elevan hacia la atmósfera, para reabastecer los
arsenales.
Bendita
sea la lluvia.