martes, 27 de septiembre de 2011


Una batalla se cierne sobre la Ciudad.
Plomizas masas confluyen arriba del valle; de norte y sur arriban, impidiéndose el paso mutuamente, sin remedio se aniquilarán, el viento las impulsa a una conflagración inevitable. Lentamente oscurecieron la tarde, las calles fueron quedándose desiertas, nadie quiere presenciar a la intemperie la inminente reyerta. Electricidad ilumina el vacío y colosales bramidos anuncian la tempestuosa pelea. Titánicos volúmenes chocan unos contra otros y en un instante se desintegran, millones de agujas, pinchando la piel citadina, bajan intempestivamente en forma de gruesas gotas, contra toda superficie, anegándolas; esas nubes se vuelven charcos inmensos en las calles de la Gran Ciudad. Una andanada de granizo resulta de la brutal batalla, más rayos partiendo el cielo, más rugidos y violentos aires dominan el valle, indefenso bajo el acuoso fuego nutrido.
Mas toda esa violencia es necesaria, porque es vida. Y se piensa que nada cae del cielo.
Hace dos horas llueve, parece que nunca ha de parar. Un extenso pueblo fantasma aguarda impaciente el final de la tormenta.
El momento más álgido de la lid, es también el preludio de la calma, los proyectiles se adelgazan, el viento ahora pasa acariciando las empapadas construcciones urbanas, a centellas y truenos les gana el silencio.
Por unos momentos se respira quietud.
De entre los huecos de las agotadas nubes, los rayos del sol retozan con tibia parsimonia, tocan los húmedos pisos y avivan el estado más liviano del agua, poco a poco hilos de vapor se elevan hacia la atmósfera, para reabastecer los arsenales.
Bendita sea la lluvia.