Algunos camioneros refieren que, de
madrugada, por las carreteras del país aparecen a la orilla del camino, algunas
personas pidiendo aventón; se distinguen fácilmente, pues siempre visten de
blanco y con el reflejo de las luces de los automotores, parecen iluminarse; si
el conductor se detiene para brindarle la cortesía, esta se aproxima despacio
por el lado del acompañante y solicita educadamente el favor, dirigiéndose
al chófer, por su nombre. Aunque, a decir verdad, muchos no creen
estas anécdotas, pues nada más les suceden a los conductores cuando viajan sin
compañía o justo cuando el ayudante se encuentra dormido.
Genaro viajó muchas veces como
copiloto, siempre atento cuando comenzaban los primeros minutos de un nuevo
día, para no perderse el avistamiento de alguna de esas personas, errando a
altas horas de la noche, arriesgándose a ser revolcados por las corrientes de
aire, generadas por la velocidad y volumen del transporte de carga. Según su
propia experiencia, lo que los demás contaban era pura invención, pues él jamás
vio un caminante nocturno en sus muchos viajes; por el contrario, corroboraba
la versión de varios trabajadores de apoyo, acerca de que los supuestos
errantes trasnochadores, eran producto del cansancio y la imaginación del
conductor, después de continuas jornadas al frente del volante; Genaro conocía a
todos los que afirmaban estas historias, incluso tomaban esos hechos como una
ayuda divina, pues cuando más fatigados se sentían y la vista se empezaba a
nublar, divisaban al lado del camino a una persona, que caminando, pedía
aventón. A pesar de hacer esfuerzos por permanecer despierto, a Genaro nunca le
tocó vivir esta circunstancia, invariablemente se quedaba dormido y cuando
despertaba, el conductor en turno le decía que la persona ya se había apeado
del vehículo, reforzando su versión de que esas pláticas eran puro cuento; él
se complacía en argumentar que esos andantes, de los cuales muchos compañeros
suyos hacían mención, eran los remolinos formados por el veloz giro de los
neumáticos al levantar la tierra de los costados de la carretera y al ser
iluminados por los faros del camión.
Ante esa sesuda respuesta, los
choferes reían y le decían que ya le llegaría su oportunidad de empezar a
viajar solo, entonces sí, podría comprobar por cuenta propia la singular
situación.
Cuando alcanzó la mayoría de edad,
Genaro tuvo la suficiente experiencia para emplearse como conductor, conocía
cada ruta cubierta por la empresa para la que laboraba y contaba con la
confianza suficiente para tomar la responsabilidad de conducir largas horas,
por las caminos asfaltados de su tierra natal y por qué no, de los países
vecinos también.
Cabe decir que a pesar de prácticamente
haber nacido en la carretera, pues poco faltó para que fuera arrojado al mundo
en la cabina del camión de su padre, Genaro era un incrédulo, pero no ponía en
duda nada acerca de todas las demás historias referidas por los camioneros;
seguía varios ritos, sólo por costumbre, simplemente no cuestionaba, prefería
dedicarse sin distracciones a su trabajo, primero, durante su infancia y
adolescencia, como un ayudante solícito y eficiente.
Los primeros viajes, ya de
operador, los hizo en compañía de algún ayudante; con el ánimo de las etapas
que se inician, Genaro era un conversador interesante, tenía en su haber
narraciones fantásticas sobre los lugares a los que había viajado durante toda
su vida, sobre todo ponía énfasis en los paisajes, atardeceres y amaneceres que
había tenido la dicha de contemplar; sus relatos rara vez incluían vivencias
con gente, excepto si la charla derivaba hacia las repetidas ocasiones en las que
se solazó en el placentero abandono, en brazos de una mujer.
Pero, como a todos, le tocó empezar
a viajar en solitario, por supuesto no es lo mismo, entonces se distraía
escuchando los reportes de sus compañeros a la central u oyendo por largas
horas el radio, aunque en realidad no se sentía incomodo, pues prefería la
soledad. Al no tener nadie esperando su regreso, se concentraba al cien por
ciento en su trabajo, procurando cumplir puntualmente las salidas y llegadas,
era un hombre disciplinado que no se permitía ningún exceso capaz de entorpecer
su desempeño.
Una noche que circulaba por el libramiento de la México-Tuxpam, a
la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo, acusando los estragos de otra
pesada jornada, casi sin sentirlo comenzó a perder el dominio de su cuerpo,
parpadeaba con insistencia, tratando de contrarrestar los efectos de la fatiga,
sin embargo el cansancio empezó a jugarle la broma de hacerle creer que las
señalizaciones eran personas caminando sin preocupación a la vera del camino;
apretaba con fuerza los ojos y movía la cabeza enérgicamente, tratando de
sacudirse la modorra, pero el ronronear del motor le proporcionaba un plácido
arrullo, sumiéndolo despacio en ingobernable semiinconsciencia. Como previsión,
llevaba siempre a la mano un chile habanero, para darle una buena mordida y sin
miramientos sufrir los infernales efectos del potente picante, lo cual mitigaba
rotundamente las ganas de dormir, pero el sueño le ganaba terreno esta vez y no
atino a recordar el eficaz remedio.
De pronto algo despertó su instinto, con rapidez giro la manija
para bajar la ventanilla de su puerta lateral, la bofetada de aire gélido lo
despertó casi de inmediato, justo a tiempo para retomar el control del volante
y evitar la invasión del carril contrario, a muy poco de impactar de frente
contra otro carguero que ya venía hacia él, haciendo el cambio de luces. Al
pasar cerca uno de otro, nada más hicieron sonar las cornetas de sus
tractocamiones.
Ya recuperado del sobresalto y decidido a soportar el intenso
frío, bien sentado e irguiendo su columna vertebral, bien atento al camino,
Genaro descartó que aquella figura blanca, a la cual se acercaba, fuese una
persona andando sin precaución muy cerca de la línea del carril. Siempre recordaba
esa historia respecto a los caminantes nocturnos, pero no disminuyó la
velocidad, al pasar cerca de ella, no intento corroborar lo que por muchos años
había argumentado acerca del asunto, pero el bulto le pareció más el cuerpo de
una persona en movimiento que un remolino formado por las llantas del camión.
Sin embargo no se detuvo hasta llegar a las bodegas de la central de abastos de
Papantla.
El viejo Atenógenes, quien estaba a pocas semanas de su jubilación,
fue el primero en toparse con Genaro en los patios de carga de la central; descifró
de inmediato la causa de su ansiedad, pues fue él mismo quien lo tomó bajó su
tutela, cuando los padres de Genaro, siendo todavía un niño, lo abandonaron en
ese mismo lugar, para salir a buscar su suerte por caminos separados; sin
reparo alguno le soltó la pregunta:
-¿Por fin lo viste, Genaro?
Fingiendo estar distraído, pero sin lograr aparentar desconcierto
por la interrogación, Genaro le respondió:
-¿Ver qué, Oge?
-No te hagas pendejo conmigo, muchacho. Tu cara me dice todo y me
corto un huevo y la mitad del otro, si fuiste capaz de detenerte para brindarle
la ayuda a esa persona; no te hubiera pasado nada, esos que andan errando por
las carreteras, sólo buscan unos momentos de tranquilidad. Entiendo que no
quisieras hablar de este asunto, pero sabes que tienes la obligación de
auxiliar a quien te lo solicite en el camino, a menos que estés seguro de haber
pasado junto a un remolino.
Le dijo Don Oge, con notable sorna.
Genaro nada respondió.
-¡Ah, pinche muchacho descreído! No vuelvas a dejar a una persona
desamparada en la carretera y menos de noche, eso no está bien, lo sabes.
Por primera vez, en toda su vida, Genaro le dio la espalda al
viejo Atenógenes y se alejó de él, no por faltarle al respeto, si no porque la
inquietud experimentada esa madrugada, lo empezó a acosar, un remordimiento que
lo haría cambiar su manera de proceder en lo venidero, pues se sentía de alguna
manera incompleto, al haber incumplido con una de las tradiciones de todo buen
camionero, pues aunque él conservara sus dudas, así son las costumbres.
Aunque algunos dicen que las oportunidades no se presentan dos
veces y menos en el mismo lugar, Genaro tuvo la ocasión, meses después, de
volver a transitar por el libramiento de la México-Tuxpam, también de
madrugada, no obstante ningún recuerdo de esa situación se colaba en su mente,
sólo la firme intención, como siempre, de no quedarse dormido, tomando
como buena opción el recurso del chile habanero.
Con los ojos bien abiertos y alerta los sentidos, observaba la
prolongada recta que lo antecedía, el reflejo de las luces sobre las señales,
formaban las confusas imágenes de formas humanas desplazándose a lo largo de
las orillas del camino, pero de pronto, entre estas, Genaro distinguió la
figura blanca; quitó el pie del acelerador, nada más, sin pisar el pedal del
freno; el muchacho era terco y defendía sus ideas, no guardaba en sí ninguna
intención de ceder a las presiones de sus veteranos compañeros, insistía con
los novatos en que esa historia de los caminantes nocturnos era pura farsa. Ya
cerca de la figura, quiso cerciorarse que se trataba de la tierra
arremolinándose al paso de su camión, sin embargo pudo ver con claridad a una
persona haciendo la seña para pedir aventón; vestida con una prenda blanca parecida
a un gabán, extendiendo la mano, viendo en dirección a él, una expresión de
indiferencia en el rostro, pero con una mirada penetrante. A pesar de disminuir
la velocidad, no consideró detenerse, de todos modos el instante se había ido.
Bastante asustado, Genaro se acomodó bien en su asiento, a tiempo
para darse cuenta de que iba, sin remedio, a estrellarse contra una gigantesca
grúa, aparcada en el acotamiento, debido a los trabajos de la ampliación para
la carretera México-Túxpam. Esa distracción le costó caro, a sus 24 años, por
fin comprendió; sin aspavientos, se aferró al volante, viró rápidamente para
evitar el impacto frontal, pero sin poder librarse de su fatal epílogo.
Atenógenes hacía su último viaje como conductor, lo acompañaba un
nuevo ayudante.
-Esa es la historia de mi querido Genaro. Así que, chamaco, no
desdeñes las charlas de los viejos, en este trabajo te serán de mucha utilidad;
además de tus ojos, procura tener la mente bien despierta.
La madrugada les da alcance en el tramo del libramiento de la
México-Tuxpam, a la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo; los ojos de
Don Oge se nublan de nostalgia, el ayudante cabecea, pero algo le hace
reaccionar y fija su vista en la orilla del camino.
-¡Mire Don Atenógenes, parece que alguien va caminando a un lado
de la carretera! No estoy seguro, pero creo que nos está pidiendo aventón.
-Así es, muchacho.
Pocos metros delante de la blanca figura, el experimentado conductor
hace alto total, esta se acerca a la puerta del copiloto caminando sin prisa,
el ayudante abre y de un rostro con expresión indiferente, pero de profunda
mirada, se escucha decir:
-¿Me hace el favor de llevarme, Don Atenógenes?
-¡Claro que sí Genaro, vámonos!