lunes, 10 de marzo de 2014

El Incredulo




Algunos camioneros refieren que, de madrugada, por las carreteras del país aparecen a la orilla del camino, algunas personas pidiendo aventón; se distinguen fácilmente, pues siempre visten de blanco y con el reflejo de las luces de los automotores, parecen iluminarse; si el conductor se detiene para brindarle la cortesía, esta se aproxima despacio por el lado del acompañante y solicita educadamente el favor, dirigiéndose al chófer, por su nombre. Aunque, a decir verdad, muchos no creen estas anécdotas, pues nada más les suceden a los conductores cuando viajan sin compañía o justo cuando el ayudante se encuentra dormido.
Genaro viajó muchas veces como copiloto, siempre atento cuando comenzaban los primeros minutos de un nuevo día, para no perderse el avistamiento de alguna de esas personas, errando a altas horas de la noche, arriesgándose a ser revolcados por las corrientes de aire, generadas por la velocidad y volumen del transporte de carga. Según su propia experiencia, lo que los demás contaban era pura invención, pues él jamás vio un caminante nocturno en sus muchos viajes; por el contrario, corroboraba la versión de varios trabajadores de apoyo, acerca de que los supuestos errantes trasnochadores, eran producto del cansancio y la imaginación del conductor, después de continuas jornadas al frente del volante; Genaro conocía a todos los que afirmaban estas historias, incluso tomaban esos hechos como una ayuda divina, pues cuando más fatigados se sentían y la vista se empezaba a nublar, divisaban al lado del camino a una persona, que caminando, pedía aventón. A pesar de hacer esfuerzos por permanecer despierto, a Genaro nunca le tocó vivir esta circunstancia, invariablemente se quedaba dormido y cuando despertaba, el conductor en turno le decía que la persona ya se había apeado del vehículo, reforzando su versión de que esas pláticas eran puro cuento; él se complacía en argumentar que esos andantes, de los cuales muchos compañeros suyos hacían mención, eran los remolinos formados por el veloz giro de los neumáticos al levantar la tierra de los costados de la carretera y al ser iluminados por los faros del camión.
Ante esa sesuda respuesta, los choferes reían y le decían que ya le llegaría su oportunidad de empezar a viajar solo, entonces sí, podría comprobar por cuenta propia la singular situación.
Cuando alcanzó la mayoría de edad, Genaro tuvo la suficiente experiencia para emplearse como conductor, conocía cada ruta cubierta por la empresa para la que laboraba y contaba con la confianza suficiente para tomar la responsabilidad de conducir largas horas, por las caminos asfaltados de su tierra natal y por qué no, de los países vecinos también.
Cabe decir que a pesar de prácticamente haber nacido en la carretera, pues poco faltó para que fuera arrojado al mundo en la cabina del camión de su padre, Genaro era un incrédulo, pero no ponía en duda nada acerca de todas las demás historias referidas por los camioneros; seguía varios ritos, sólo por costumbre, simplemente no cuestionaba, prefería dedicarse sin distracciones a su trabajo, primero, durante su infancia y adolescencia, como un ayudante solícito y eficiente.

Los primeros viajes, ya de operador, los hizo en compañía de algún ayudante; con el ánimo de las etapas que se inician, Genaro era un conversador interesante, tenía en su haber narraciones fantásticas sobre los lugares a los que había viajado durante toda su vida, sobre todo ponía énfasis en los paisajes, atardeceres y amaneceres que había tenido la dicha de contemplar; sus relatos rara vez incluían vivencias con gente, excepto si la charla derivaba hacia las repetidas ocasiones en las que se solazó en el placentero abandono, en brazos de una mujer.

Pero, como a todos, le tocó empezar a viajar en solitario, por supuesto no es lo mismo, entonces se distraía escuchando los reportes de sus compañeros a la central u oyendo por largas horas el radio, aunque en realidad no se sentía incomodo, pues prefería la soledad. Al no tener nadie esperando su regreso, se concentraba al cien por ciento en su trabajo, procurando cumplir puntualmente las salidas y llegadas, era un hombre disciplinado que no se permitía ningún exceso capaz de entorpecer su desempeño.
Una noche que circulaba por el libramiento de la México-Tuxpam, a la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo, acusando los estragos de otra pesada jornada, casi sin sentirlo comenzó a perder el dominio de su cuerpo, parpadeaba con insistencia, tratando de contrarrestar los efectos de la fatiga, sin embargo el cansancio empezó a jugarle la broma de hacerle creer que las señalizaciones eran personas caminando sin preocupación a la vera del camino; apretaba con fuerza los ojos y movía la cabeza enérgicamente, tratando de sacudirse la modorra, pero el ronronear del motor le proporcionaba un plácido arrullo, sumiéndolo despacio en ingobernable semiinconsciencia. Como previsión, llevaba siempre a la mano un chile habanero, para darle una buena mordida y sin miramientos sufrir los infernales efectos del potente picante, lo cual mitigaba rotundamente las ganas de dormir, pero el sueño le ganaba terreno esta vez y no atino a recordar el eficaz remedio.
De pronto algo despertó su instinto, con rapidez giro la manija para bajar la ventanilla de su puerta lateral, la bofetada de aire gélido lo despertó casi de inmediato, justo a tiempo para retomar el control del volante y evitar la invasión del carril contrario, a muy poco de impactar de frente contra otro carguero que ya venía hacia él, haciendo el cambio de luces. Al pasar cerca uno de otro, nada más hicieron sonar las cornetas de sus tractocamiones.
Ya recuperado del sobresalto y decidido a soportar el intenso frío, bien sentado e irguiendo su columna vertebral, bien atento al camino, Genaro descartó que aquella figura blanca, a la cual se acercaba, fuese una persona andando sin precaución muy cerca de la línea del carril. Siempre recordaba esa historia respecto a los caminantes nocturnos, pero no disminuyó la velocidad, al pasar cerca de ella, no intento corroborar lo que por muchos años había argumentado acerca del asunto, pero el bulto le pareció más el cuerpo de una persona en movimiento que un remolino formado por las llantas del camión. Sin embargo no se detuvo hasta llegar a las bodegas de la central de abastos de Papantla.

El viejo Atenógenes, quien estaba a pocas semanas de su jubilación, fue el primero en toparse con Genaro en los patios de carga de la central; descifró de inmediato la causa de su ansiedad, pues fue él mismo quien lo tomó bajó su tutela, cuando los padres de Genaro, siendo todavía un niño, lo abandonaron en ese mismo lugar, para salir a buscar su suerte por caminos separados; sin reparo alguno le soltó la pregunta:
-¿Por fin lo viste, Genaro?
Fingiendo estar distraído, pero sin lograr aparentar desconcierto por la interrogación, Genaro le respondió:
-¿Ver qué, Oge?
-No te hagas pendejo conmigo, muchacho. Tu cara me dice todo y me corto un huevo y la mitad del otro, si fuiste capaz de detenerte para brindarle la ayuda a esa persona; no te hubiera pasado nada, esos que andan errando por las carreteras, sólo buscan unos momentos de tranquilidad. Entiendo que no quisieras hablar de este asunto, pero sabes que tienes la obligación de auxiliar a quien te lo solicite en el camino, a menos que estés seguro de haber pasado junto a un remolino.
Le dijo Don Oge, con notable sorna.
Genaro nada respondió.
-¡Ah, pinche muchacho descreído! No vuelvas a dejar a una persona desamparada en la carretera y menos de noche, eso no está bien, lo sabes.

Por primera vez, en toda su vida, Genaro le dio la espalda al viejo Atenógenes y se alejó de él, no por faltarle al respeto, si no porque la inquietud experimentada esa madrugada, lo empezó a acosar, un remordimiento que lo haría cambiar su manera de proceder en lo venidero, pues se sentía de alguna manera incompleto, al haber incumplido con una de las tradiciones de todo buen camionero, pues aunque él conservara sus dudas, así son las costumbres.

Aunque algunos dicen que las oportunidades no se presentan dos veces y menos en el mismo lugar, Genaro tuvo la ocasión, meses después, de volver a transitar por el libramiento de la México-Tuxpam, también de madrugada, no obstante ningún recuerdo de esa situación se colaba en su mente, sólo la firme intención, como siempre,  de no quedarse dormido, tomando como buena opción el recurso del chile habanero.
Con los ojos bien abiertos y alerta los sentidos, observaba la prolongada recta que lo antecedía, el reflejo de las luces sobre las señales, formaban las confusas imágenes de formas humanas desplazándose a lo largo de las orillas del camino, pero de pronto, entre estas, Genaro distinguió la figura blanca; quitó el pie del acelerador, nada más, sin pisar el pedal del freno; el muchacho era terco y defendía sus ideas, no guardaba en sí ninguna intención de ceder a las presiones de sus veteranos compañeros, insistía con los novatos en que esa historia de los caminantes nocturnos era pura farsa. Ya cerca de la figura, quiso cerciorarse que se trataba de la tierra arremolinándose al paso de su camión, sin embargo pudo ver con claridad a una persona haciendo la seña para pedir aventón; vestida con una prenda blanca parecida a un gabán, extendiendo la mano, viendo en dirección a él, una expresión de indiferencia en el rostro, pero con una mirada penetrante. A pesar de disminuir la velocidad, no consideró detenerse, de todos modos el instante se había ido.
Bastante asustado, Genaro se acomodó bien en su asiento, a tiempo para darse cuenta de que iba, sin remedio, a estrellarse contra una gigantesca grúa, aparcada en el acotamiento, debido a los trabajos de la ampliación para la carretera México-Túxpam. Esa distracción le costó caro, a sus 24 años, por fin comprendió; sin aspavientos, se aferró al volante, viró rápidamente para evitar el impacto frontal, pero sin poder librarse de su fatal epílogo.

Atenógenes hacía su último viaje como conductor, lo acompañaba un nuevo ayudante.
-Esa es la historia de mi querido Genaro. Así que, chamaco, no desdeñes las charlas de los viejos, en este trabajo te serán de mucha utilidad; además de tus ojos, procura tener la mente bien despierta.
La madrugada les da alcance en el tramo del libramiento de la México-Tuxpam, a la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo; los ojos de Don Oge se nublan de nostalgia, el ayudante cabecea, pero algo le hace reaccionar y fija su vista en la orilla del camino.
-¡Mire Don Atenógenes, parece que alguien va caminando a un lado de la carretera! No estoy seguro, pero creo que nos está pidiendo aventón.
-Así es, muchacho.

Pocos metros delante de la blanca figura, el experimentado conductor hace alto total, esta se acerca a la puerta del copiloto caminando sin prisa, el ayudante abre y de un rostro con expresión indiferente, pero de profunda mirada, se escucha decir:
-¿Me hace el favor de llevarme, Don Atenógenes?

-¡Claro que sí Genaro, vámonos!