lunes, 31 de marzo de 2014

Niño perdido

-Quiero ser poeta,
le dije a mi abuela y me enseño a rezar.
-Tú no sirves para nada,
me dijo el profesor
y me dejó toda una mañana
viendo de frente al pizarrón.
-Me gustaría aprender a tocar el violín,
le contesté a mi padre,
cuando preguntó qué iba a ser de mi vida;
lo ignoró, quiso enseñarme su oficio,
pero yo atendí el llamado de la calle y
salí con mis amigos a jugar fútbol.
-¡Estoy aburrido!
reclamé a mi madre al verla lavar ropa,
preparando la comida,
acomodar las macetas en la sombra,
dándome una rebanada de sandía y
hacer otras cosas que yo no apreciaba;
y ella se tomó un momento para decirme:
-Lee todos los libros que están en mi cuarto
y después hablamos.
No volvimos a tocar ese tema,
ni leí todas esas obras,
pero yo crecí creyendo
que podría emular a Rubén Darío,
que vería mi nombre en lomos negros
a un lado de Mark Twain o -ya un poco mayor-
regodearme en la eternidad junto a James Joyce.
Un día entregué mi tarea, era una composición,
debía alabar el patriótico sacrificio de
“los héroes que lograron nuestra libertad”,
pero yo pensé en lucir mi don de escritor,
haciendo una apología del pueblo liberado
mas no para el libertador.
-Usted va a terminar muy mal,
me dijo otro profesor y pase seis horas más
llorando una rabia incierta, con la frente
sucia de gis por contarle mi tristeza
al mismo pizarrón.
Tantas palabras han muerto en mis manos,
algunas ahogadas en noches
que presumían ser interminables
y al final, se vaciaron en un instante
de vasos quebrados.
-Voy a escribir un libro,
(no cualquier libro, será un gran libro)
le comenté a compañeros de trabajo,
un viernes por la tarde, en el bar;
me miraron con apatía y me recordaron
que era mi turno de pagar otras bebidas.
Y ahora sólo poseo la certeza
de que de todas las cosas escritas
ninguna me pertenece; nada más
sé que alguna de estas noches,

una de esas muertes va a llevar mi nombre.

lunes, 24 de marzo de 2014

Es tu pureza tan seductora,
aviva la simiente de mi fantasía;
esparciré dentro de tus bordes,
intentos de simbolizar imágenes.
Un dardo indeciso pretende mancharte,
marcar en tu espacio al deslizarse,
con fervor siembra en tu mesura,
señas indelebles de mi terquedad.
Líneas rectas y curvas,
arman tramas inicuas,
paciente las aceptas,
aunque distingues su ansiedad.
Estrujo tu fino cuerpo con avidez,
evidenciando torpeza y arrogancia,
volcados a colmarte los sentidos,
errando en caminos ahogados.
El silencio es confusa respuesta,
a pesar de contar con tu atención,
se desvanecen abatidos los intentos.
Reincido en el propósito de colmarte,
rebosando idilio con tu fina blancura.
Insignificante es lo que te brindo,
anhelo verterme en ti, pero decaigo;
tú en mis manos, mas te pertenezco.
Pesco en remolinos,
cazo esqueletos en desiertos,
tiro lágrimas sobre parajes pétreos,
para cosechar lozanos abrojos,
persigo evanescentes sombras,
restauro escombros del futuro,
engendro improbables esencias,
donde el pasado señorea.
Desguazado por un huracán sin curso,
regreso sobre las trazas de mis huellas,
avivando los rescoldos del vigor,
con el último soplo moribundo,
en un comienzo interminable.
Habitando el paraíso de los soles,
reposo al cobijo de mil lunas,
conociendo portentos de otras eras,
una mano asida a los errores,
la otra no ceja en férrea pugna,
ambas construyendo la quimera.
Sostengo hasta el atardecer mis torres,
oteando complacido al horizonte,
los sentidos gustosos de memorias,
al revelarse perentoria la partida,
común sino se asume sin lamentos,
calma la entraña, paz en el ceño.
Antes de apagar la luz y poner candado,
porfiados seres incorpóreos me despiden,
aguardando verme de rodillas,
hasta que en lo oscuro mi alma more,
apreciado botín de mis despojos,
al paso de la edad se rinde.

lunes, 10 de marzo de 2014

El Incredulo




Algunos camioneros refieren que, de madrugada, por las carreteras del país aparecen a la orilla del camino, algunas personas pidiendo aventón; se distinguen fácilmente, pues siempre visten de blanco y con el reflejo de las luces de los automotores, parecen iluminarse; si el conductor se detiene para brindarle la cortesía, esta se aproxima despacio por el lado del acompañante y solicita educadamente el favor, dirigiéndose al chófer, por su nombre. Aunque, a decir verdad, muchos no creen estas anécdotas, pues nada más les suceden a los conductores cuando viajan sin compañía o justo cuando el ayudante se encuentra dormido.
Genaro viajó muchas veces como copiloto, siempre atento cuando comenzaban los primeros minutos de un nuevo día, para no perderse el avistamiento de alguna de esas personas, errando a altas horas de la noche, arriesgándose a ser revolcados por las corrientes de aire, generadas por la velocidad y volumen del transporte de carga. Según su propia experiencia, lo que los demás contaban era pura invención, pues él jamás vio un caminante nocturno en sus muchos viajes; por el contrario, corroboraba la versión de varios trabajadores de apoyo, acerca de que los supuestos errantes trasnochadores, eran producto del cansancio y la imaginación del conductor, después de continuas jornadas al frente del volante; Genaro conocía a todos los que afirmaban estas historias, incluso tomaban esos hechos como una ayuda divina, pues cuando más fatigados se sentían y la vista se empezaba a nublar, divisaban al lado del camino a una persona, que caminando, pedía aventón. A pesar de hacer esfuerzos por permanecer despierto, a Genaro nunca le tocó vivir esta circunstancia, invariablemente se quedaba dormido y cuando despertaba, el conductor en turno le decía que la persona ya se había apeado del vehículo, reforzando su versión de que esas pláticas eran puro cuento; él se complacía en argumentar que esos andantes, de los cuales muchos compañeros suyos hacían mención, eran los remolinos formados por el veloz giro de los neumáticos al levantar la tierra de los costados de la carretera y al ser iluminados por los faros del camión.
Ante esa sesuda respuesta, los choferes reían y le decían que ya le llegaría su oportunidad de empezar a viajar solo, entonces sí, podría comprobar por cuenta propia la singular situación.
Cuando alcanzó la mayoría de edad, Genaro tuvo la suficiente experiencia para emplearse como conductor, conocía cada ruta cubierta por la empresa para la que laboraba y contaba con la confianza suficiente para tomar la responsabilidad de conducir largas horas, por las caminos asfaltados de su tierra natal y por qué no, de los países vecinos también.
Cabe decir que a pesar de prácticamente haber nacido en la carretera, pues poco faltó para que fuera arrojado al mundo en la cabina del camión de su padre, Genaro era un incrédulo, pero no ponía en duda nada acerca de todas las demás historias referidas por los camioneros; seguía varios ritos, sólo por costumbre, simplemente no cuestionaba, prefería dedicarse sin distracciones a su trabajo, primero, durante su infancia y adolescencia, como un ayudante solícito y eficiente.

Los primeros viajes, ya de operador, los hizo en compañía de algún ayudante; con el ánimo de las etapas que se inician, Genaro era un conversador interesante, tenía en su haber narraciones fantásticas sobre los lugares a los que había viajado durante toda su vida, sobre todo ponía énfasis en los paisajes, atardeceres y amaneceres que había tenido la dicha de contemplar; sus relatos rara vez incluían vivencias con gente, excepto si la charla derivaba hacia las repetidas ocasiones en las que se solazó en el placentero abandono, en brazos de una mujer.

Pero, como a todos, le tocó empezar a viajar en solitario, por supuesto no es lo mismo, entonces se distraía escuchando los reportes de sus compañeros a la central u oyendo por largas horas el radio, aunque en realidad no se sentía incomodo, pues prefería la soledad. Al no tener nadie esperando su regreso, se concentraba al cien por ciento en su trabajo, procurando cumplir puntualmente las salidas y llegadas, era un hombre disciplinado que no se permitía ningún exceso capaz de entorpecer su desempeño.
Una noche que circulaba por el libramiento de la México-Tuxpam, a la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo, acusando los estragos de otra pesada jornada, casi sin sentirlo comenzó a perder el dominio de su cuerpo, parpadeaba con insistencia, tratando de contrarrestar los efectos de la fatiga, sin embargo el cansancio empezó a jugarle la broma de hacerle creer que las señalizaciones eran personas caminando sin preocupación a la vera del camino; apretaba con fuerza los ojos y movía la cabeza enérgicamente, tratando de sacudirse la modorra, pero el ronronear del motor le proporcionaba un plácido arrullo, sumiéndolo despacio en ingobernable semiinconsciencia. Como previsión, llevaba siempre a la mano un chile habanero, para darle una buena mordida y sin miramientos sufrir los infernales efectos del potente picante, lo cual mitigaba rotundamente las ganas de dormir, pero el sueño le ganaba terreno esta vez y no atino a recordar el eficaz remedio.
De pronto algo despertó su instinto, con rapidez giro la manija para bajar la ventanilla de su puerta lateral, la bofetada de aire gélido lo despertó casi de inmediato, justo a tiempo para retomar el control del volante y evitar la invasión del carril contrario, a muy poco de impactar de frente contra otro carguero que ya venía hacia él, haciendo el cambio de luces. Al pasar cerca uno de otro, nada más hicieron sonar las cornetas de sus tractocamiones.
Ya recuperado del sobresalto y decidido a soportar el intenso frío, bien sentado e irguiendo su columna vertebral, bien atento al camino, Genaro descartó que aquella figura blanca, a la cual se acercaba, fuese una persona andando sin precaución muy cerca de la línea del carril. Siempre recordaba esa historia respecto a los caminantes nocturnos, pero no disminuyó la velocidad, al pasar cerca de ella, no intento corroborar lo que por muchos años había argumentado acerca del asunto, pero el bulto le pareció más el cuerpo de una persona en movimiento que un remolino formado por las llantas del camión. Sin embargo no se detuvo hasta llegar a las bodegas de la central de abastos de Papantla.

El viejo Atenógenes, quien estaba a pocas semanas de su jubilación, fue el primero en toparse con Genaro en los patios de carga de la central; descifró de inmediato la causa de su ansiedad, pues fue él mismo quien lo tomó bajó su tutela, cuando los padres de Genaro, siendo todavía un niño, lo abandonaron en ese mismo lugar, para salir a buscar su suerte por caminos separados; sin reparo alguno le soltó la pregunta:
-¿Por fin lo viste, Genaro?
Fingiendo estar distraído, pero sin lograr aparentar desconcierto por la interrogación, Genaro le respondió:
-¿Ver qué, Oge?
-No te hagas pendejo conmigo, muchacho. Tu cara me dice todo y me corto un huevo y la mitad del otro, si fuiste capaz de detenerte para brindarle la ayuda a esa persona; no te hubiera pasado nada, esos que andan errando por las carreteras, sólo buscan unos momentos de tranquilidad. Entiendo que no quisieras hablar de este asunto, pero sabes que tienes la obligación de auxiliar a quien te lo solicite en el camino, a menos que estés seguro de haber pasado junto a un remolino.
Le dijo Don Oge, con notable sorna.
Genaro nada respondió.
-¡Ah, pinche muchacho descreído! No vuelvas a dejar a una persona desamparada en la carretera y menos de noche, eso no está bien, lo sabes.

Por primera vez, en toda su vida, Genaro le dio la espalda al viejo Atenógenes y se alejó de él, no por faltarle al respeto, si no porque la inquietud experimentada esa madrugada, lo empezó a acosar, un remordimiento que lo haría cambiar su manera de proceder en lo venidero, pues se sentía de alguna manera incompleto, al haber incumplido con una de las tradiciones de todo buen camionero, pues aunque él conservara sus dudas, así son las costumbres.

Aunque algunos dicen que las oportunidades no se presentan dos veces y menos en el mismo lugar, Genaro tuvo la ocasión, meses después, de volver a transitar por el libramiento de la México-Tuxpam, también de madrugada, no obstante ningún recuerdo de esa situación se colaba en su mente, sólo la firme intención, como siempre,  de no quedarse dormido, tomando como buena opción el recurso del chile habanero.
Con los ojos bien abiertos y alerta los sentidos, observaba la prolongada recta que lo antecedía, el reflejo de las luces sobre las señales, formaban las confusas imágenes de formas humanas desplazándose a lo largo de las orillas del camino, pero de pronto, entre estas, Genaro distinguió la figura blanca; quitó el pie del acelerador, nada más, sin pisar el pedal del freno; el muchacho era terco y defendía sus ideas, no guardaba en sí ninguna intención de ceder a las presiones de sus veteranos compañeros, insistía con los novatos en que esa historia de los caminantes nocturnos era pura farsa. Ya cerca de la figura, quiso cerciorarse que se trataba de la tierra arremolinándose al paso de su camión, sin embargo pudo ver con claridad a una persona haciendo la seña para pedir aventón; vestida con una prenda blanca parecida a un gabán, extendiendo la mano, viendo en dirección a él, una expresión de indiferencia en el rostro, pero con una mirada penetrante. A pesar de disminuir la velocidad, no consideró detenerse, de todos modos el instante se había ido.
Bastante asustado, Genaro se acomodó bien en su asiento, a tiempo para darse cuenta de que iba, sin remedio, a estrellarse contra una gigantesca grúa, aparcada en el acotamiento, debido a los trabajos de la ampliación para la carretera México-Túxpam. Esa distracción le costó caro, a sus 24 años, por fin comprendió; sin aspavientos, se aferró al volante, viró rápidamente para evitar el impacto frontal, pero sin poder librarse de su fatal epílogo.

Atenógenes hacía su último viaje como conductor, lo acompañaba un nuevo ayudante.
-Esa es la historia de mi querido Genaro. Así que, chamaco, no desdeñes las charlas de los viejos, en este trabajo te serán de mucha utilidad; además de tus ojos, procura tener la mente bien despierta.
La madrugada les da alcance en el tramo del libramiento de la México-Tuxpam, a la altura de Huajomulco, poblado de Tulancingo; los ojos de Don Oge se nublan de nostalgia, el ayudante cabecea, pero algo le hace reaccionar y fija su vista en la orilla del camino.
-¡Mire Don Atenógenes, parece que alguien va caminando a un lado de la carretera! No estoy seguro, pero creo que nos está pidiendo aventón.
-Así es, muchacho.

Pocos metros delante de la blanca figura, el experimentado conductor hace alto total, esta se acerca a la puerta del copiloto caminando sin prisa, el ayudante abre y de un rostro con expresión indiferente, pero de profunda mirada, se escucha decir:
-¿Me hace el favor de llevarme, Don Atenógenes?

-¡Claro que sí Genaro, vámonos!

viernes, 7 de marzo de 2014

El Animal Indefenso


I
La batalla es constante, con algunas pausas forzadas por las mismas costumbres y el cambio de elementos para continuarla.

Por un lado, el que ha sido elegido como blanco de los sostenidos embates, un ente imperfecto, limitado; fuertes razones le obligan a permanecer en el campo de batalla y su presencia es el motivo por el cual los depredadores no cesan las incursiones.

La parte ofensiva tiene muy arraigada en su naturaleza el ser agresor, es la supervivencia de la especie, están diseñados para irrumpir en cualquier lugar y conseguir su objetivo a pesar de tener minúsculo tamaño; no importa si es a plena luz del día o en completa oscuridad, distinguen fácilmente cualquier distracción del blanco, su única desventaja es no poder ejecutar en silencio, mas compensan éste defecto con una asombrosa rapidez, a veces indetectable para los radares de la víctima, pues por momentos parece que se vuelven invisibles, aprovechando para realizar exactas evoluciones de reconocimiento y asalto, -además, el vibrante aleteo confunde al benévolo- se esconden, vuelan bajo, coordinados magníficamente logran confundir a su presa.

II


Lo dicho, el Animal se encuentra en el campo de batalla, concentrado en alguna labor, prácticamente inmóvil bajo la luz eléctrica, solamente sus dedos se mueven con premura, hasta ahora resiste con paciencia las punzantes agresiones de las F. F. A. A., las cuales arremeten sobre toda superficie descubierta, firmes sacudidas del objetivo les obligan a retirarse a ratos, alzan el vuelo esquivando algunos intentos de ser eliminadas. 

El organismo ha sido dañado en varias zonas, hace un rápido inventario de las secuelas y se dispone a tomar desquite, provisto exclusivamente de su ira y una pesada arma larga, ataque defensivo es su estrategia, pero priva el desorden en su intento. Ha caído la noche y debe procurar descansar, sus sentidos se comienzan a entorpecer, facilitando la labor de los acosadores.

Dispuesto a recogerse, cubre todo su territorio con una gruesa capa que lo protege del frío y de las acometidas de los pequeños kamikazes; está consciente de que en cuanto quede a oscuras, su cabeza será blanco fácil para los sedientos suicidas. Se concentra en conciliar el sueño, sin embargo vuelven a la carga, en libertad, aliados a la ausencia de luz, planean zumbando temerariamente a ras de piel. 

III

Imposible resistir el asedio sin perder la paciencia. El Animal descubre con suma molestia que los aguijones de sus enemigos traspasan su cálido escudo; se levanta de súbito, blandiendo ridícula saeta, los ubica por su insoportable sonido, aporrea el aire, chusco e iracundo esgrimista sin tino. Las F. F. A. A. se dividen, unos replegándose mientras otros audaces continúan las embestidas. Poco a poco el Animal se despabila, sus ojos bien abiertos, animado por la desesperación logra dar caza a uno de los raudos elementos, aún en penumbras, recorre con agilidad su recámara, pero sabe que auspiciado por la luz tendrá éxito total el contraataque; al verlo en acción el hostil escuadrón retrocede buscando escondites para resistir la réplica, sin embargo los dípteros no sospechan que éste ha sido su último avance. El Animal logra asestar certeros golpes, la sangre queda untada en techo y paredes, ve caer lentamente los cadáveres que cazó al vuelo, diminutas y prodigiosas anatomías, pero en exceso fustigantes; diezmadas por la violencia del primitivo cazador que vive en el Animal, ponen en práctica sus maniobras evasivas; sin embargo, puerta y ventanas se hallan ahora bien cerradas.
Cerca de terminar con sus enemigos, redoblando saña y precisión, sin tomar respiro, decidido a terminar su dantesca obra, frenético busca en todos los rincones, emboscando implacable a los supervivientes.
IV

Después de la fragorosa reyerta, nuevamente a oscuras, completamente en silencio, ya restablecida su respiración, se toma unos momentos para cerciorarse de que los ha exterminado y satisfecho se dispone a dormir.

En la antesala del sueño, el Animal confunde el paso de nuevos y atrevidos enemigos, con el de unos labios acariciantes, se siente impulsado a buscar ese beso que pasea por su rostro, entreabre la boca para recibirlo; pero reacciona sorprendido, a penas para evitar tragarse a un osado mosquito.

lunes, 3 de marzo de 2014

Sueño Caliente


En algún punto del último recorrido nocturno, de mi jornada de Taxista, una figura, que se escondía entre los árboles de la banqueta, me solicita servicio y sube a mi auto, se agazapa en el asiento trasero, con voz pausada y apenas audible, me indica el camino por el que vamos a andar. La noche se convierte en asfalto, guiados por la intermitente línea blanca, tomamos un camino que nos aleja de la Ciudad, una ruta incierta y sinuosa; gigantes verdes se bañan con fino rocío, el viento silba una balada misteriosa, millones de luceros lejanos adornan el suspenso de la oscuridad. Con los cristales bien cerrados, escucho el tenue rumor de la máquina y el acelerado ritmo del corazón de mi pasajero, juntos son una cadencia que empieza a hipnotizarme; bajo la ventanilla para permitir al aire frío abofetear mi modorra, avanzamos por una larga zona de cerradas curvas; la radio no capta ninguna señal, el pasajero musita palabras inintelegibles, a la orilla de la carretera unos perros ladran como si estuvieran poseídos, en un aislado caserío se escucha el canto de los gallos. Al salir a una larga recta, por momentos parecia que nos estancabamos en la gélida monotonía de la noche; después de un alargado instante, por fin veo venir de frente las luces de un camión de carga, me siento aliviado al darme cuenta de que no andamos solos en la noche. El motor se forza un poco pues inicia el ascenso que bordea los cerros, nos adentramos en un banco de niebla, la luz de los faros da vida a amorfas aves que mueren al chocar contra el auto; el pasajero suelta una risa nerviosa, respira agitadamente, me pide que suba el cristal pero lo ignoro, salimos de la niebla en el punto donde comienza la pendiente y otra serie de curvas muy cerradas, por lo mismo peligrosas, necesito mis ojos abiertos y mi cerebro bien atento; alcanzamos a varios cargueros que surcan las eses con precaución, amablemente nos van cediendo el paso, el rocío se ha convertido en llovizna, el asfalto brilla bajo las potentes luces, el ruido de motores desacelerando domina ese tramo de noche pavimentada. Un fulgor crepitante en lontananza, crece en medio de la oscuridad, el pasajero lo distingue y se torna ansioso.
-Hacía allá nos dirigimos,
dice con voz profunda.
No me había dado cuenta de que dejé la radio encendida, la antena capta al vuelo una señal que viajaba callada en el pesado silencio nocturno, un riff desenfrenado de guitarra me toma desprevenido, el pasajero se carcajea ante mi sorpresa, me ordena subir todo el volumen del stereo, esta vez acato su petición. Canta a voz en cuello una canción que yo desconocía:

Manejé toda la noche, 
para verte
estrella de la carretera,
gasté mis ilusiones
siguiendo tu luz;

en pos del fuego
de tus promesas,
se lanzaron
almas rebeldes,
brillas en sus
esperanzas caducas,
estrella de la carretera;

Carreteras nebulosas
caminos en la obscuridad
carreteras peligrosas
antesalas de la eternidad
tumbas a la vera de la ruta
errantes borrachos y putas,
murieron buscandote,
estrella de la carretera...

Me siento como un poseso, piso el acelerador hasta el fondo, el pasajero sigue cantando enardecido, nos aproximamos al fulgor que ahora domina el horizonte, la parte instrumental de la canción es una inyección de adrenalina, el paisaje toma un aspecto dantesco, seres resplandecientes bailan en la orilla del camino, mi acompañante saca medio cuerpo por la ventanilla trasera, grita desquiciado, maldiciones a la noche y alabanzas al fuego que ocupa ambos sentidos de la carretera, la lluvia se ha hecho intensa, pero no logra sofocarlo; muy cerca del nacimiento de las llamaradas, la imagen se vuelve nítida, carros destrozados obstruyen el paso, especialistas de protección civil indican una desviación, piden que reduzcamos la velocidad, pero con un grito bestial el pasajero me impulsa directo a las luengas flamas, ruge el motor, cuerpos y fierros arden sobre el asfalto.

-¡Atravesemos el infierno!

Despierto por el reflejo del dolor, a causa del café ardiente cayendo en mis piernas, me encuentro en el mismo sitio donde estaba cuando creí ver a una persona haciéndome la seña para detenerme, en una calle mal iluminada; la súbita reacción me deja ver que simplemente se trata de un raquítico arbolillo, cuyas flacas ramas son agitadas por el viento.