Mis pasos cruzan tu cuerpo deforme, pasan por
encima de ti, pero sin detenerse a admirarte; aprovecharte sin respeto es la
peor de las costumbres. Uno de tus tantos hijos, sedentarios solitarios, extraviados
en tu olvido; sombras necias, desvaneciéndose lentamente. Suben y bajan, te
circundan, como perros en las calles, alrededor de una zona prohibida. Tu ser, territorio
profanado, única pertenencia de los desheredados, donde los perdedores corremos
detrás de la suerte, para caer en otra grieta de tu curtida piel. Ni hablar de
tu boca, que escupe con desprecio los besos negados y sólidas mentiras permanentes.
Escuchando tus exclamaciones no me puedo concentrar, vociferas todo el día,
para seguir cantando de noche una confusa melodía, que sube de tono,
acompañando a la luna, volviéndose poco a poco un murmullo resignado, en la
espera de ver regresar al sol. Saltan palabras de unas manos ateridas, son para
ti, gritan sin voz, embarradas en el muro de un callejón oscuro; el arcoíris
termina en el lodo de una calle vieja, sucia y derruida. Cortesana
inalcanzable, así en las calzadas más iluminadas y atestadas, como en las
callejuelas menos recomendables. Inmortal desconocida, conservas esplendorosos
recuerdos en sepulcros vivos, de piedra antigua tu entraña mística, en los casi
olvidados rincones rústicos, cimientos impasibles de tu nuevo rostro, tan
desfigurado. Me detengo un rato, en medio del rosario de impaciencias, para
observar tus nuevos brotes de acero y sus vestidos de cristales coloridos. Sólo
en la oscuridad, mientras descansan las ansias que te recorren, desafiada por
el alumbrado público, se puede apreciar el universal silencio de tu quietud.