lunes, 5 de mayo de 2014

Zapatos sin memoria


Se mira sus piernas, recién amputadas.
Los muñones envueltos en vendas y el líquido rojo, buscando los caminos arrancados meticulosamente. La cabeza en brumas, el cuerpo laxo y lo primero que ve en esos momentos anestesiados, es su monstruoso aparato ortopédico, inútil ahora para él.
Viejo aparato, como todo el tiempo que detestó su suerte; como todo lo que conoció en su infancia: sus abuelos, la antigua vecindad, las calles que parecían querer tragarse a las casas y a la gente, convirtiéndolas en un montón más de basura; vieja era también la ropa que usaba, las cortinas y las cobijas, de tan gastadas parecían morir por el calor o el frío; vieja piel curtida, de las cosas y de las personas.
Los únicos que parecían inalterables, eran los zapatos del abuelo, los que utilizaba junto con el aparato y lo hacían más pesado, más burdo; pero siempre bien lustrados. Los sometía cada noche a un cuidadoso proceso de limpieza: trapo, grasa y vela, para darles apariencia de charol; como las botas de los soldados.
Cuando aún tenía el ánimo de la infancia y la adolescencia, caminaba muchas horas por las calles sin pavimentar de su barrio; y hasta que el vigor de su espíritu se murió, jugaba fútbol con sus vecinos, en un terreno que disputaban el gobierno de la ciudad, una antiquísima fábrica de ladrillos y los propios colonos, que se consideraban dueños, por haberlo habitado desde -por lo menos-unas tres generaciones.
Corría hasta agotarse, tras el duro balón de cuero, pateándolo con sus grandes zapatos, que cada día parecían nuevos; apoyado por su aparatoso armatoste, que se fue agrandando junto con él, gracias a un sistema de resortes y broches, ingenioso invento de su abuelo, el herrero del barrio de los oficios.
“El fierros”, soñaba, por no poder evitarlo, con curarse, no volver a usar jamás ese aparato y ser parte de un equipo de fútbol; el que fuera, cualquier club deportivo lo aceptaría, si jugando con las varillas encima y esos zapatos que siempre le quedaron grandes, era un buen defensa, ya se imaginaba que sería con sus piernas sanas.
Pero el problema de su espina dorsal, que afectaba irremediablemente a sus piernas, nunca cedió y el aparato se tornó, al paso de los años, muy renuente a caminar, mucho menos a dejarse llevar a correr tras el balón, la larga hora que duraba el diario partido; y los zapatos no encogían, para aprisionar sus endebles pies, que a duras penas crecieron unos pocos centímetros, hasta que alcanzó la edad adulta.
Y muy rápido, “El fierros” se hizo viejo también, con sus piernas inservibles y sus sueños muriendo en la amargura de una realidad inevitable; los abuelos fallecieron, de sus padres jamás supo nada; la vecindad fue demolida, el gobierno expropio el terreno en el que sus sueños vivieron una hora al día, tan pocos años.
Se defendía en la vida, con lo que aprendió del oficio del abuelo, pero los tiempos cambiaron y los oficios ya no fueron tan apreciados, ni tan necesarios. La modernidad. La que le daba la opción de amputar sus extremidades inferiores y usar unas prótesis “discretas y funcionales”, sin el chirrido del aparato ortopédico, arrastrándose por las calles.

Cuando se recuperó totalmente de la operación y aceptó que ningún equipo de fútbol se pelearía sus servicios, fue al hospital a probarse la extensión de sus piernas; le daban a escoger entre varios tipos de calzado, para lo que serían sus pies. Pero los sueños se aferran a cualquier recuerdo y prefirió usar los grandes zapatos del abuelo; los que parecían haber sido comprados ese mismo día.