Se
mira sus piernas, recién amputadas.
Los
muñones envueltos en vendas y el líquido rojo, buscando los caminos arrancados meticulosamente.
La cabeza en brumas, el cuerpo laxo y lo primero que ve en esos momentos
anestesiados, es su monstruoso aparato ortopédico, inútil ahora para él.
Viejo
aparato, como todo el tiempo que detestó su suerte; como todo lo que conoció en
su infancia: sus abuelos, la antigua vecindad, las calles que parecían querer
tragarse a las casas y a la gente, convirtiéndolas en un montón más de basura;
vieja era también la ropa que usaba, las cortinas y las cobijas, de tan gastadas
parecían morir por el calor o el frío; vieja piel curtida, de las cosas y de
las personas.
Los
únicos que parecían inalterables, eran los zapatos del abuelo, los que
utilizaba junto con el aparato y lo hacían más pesado, más burdo; pero siempre
bien lustrados. Los sometía cada noche a un cuidadoso proceso de limpieza:
trapo, grasa y vela, para darles apariencia de charol; como las botas de los
soldados.
Cuando
aún tenía el ánimo de la infancia y la adolescencia, caminaba muchas horas por
las calles sin pavimentar de su barrio; y hasta que el vigor de su espíritu se
murió, jugaba fútbol con sus vecinos, en un terreno que disputaban el gobierno
de la ciudad, una antiquísima fábrica de ladrillos y los propios colonos, que
se consideraban dueños, por haberlo habitado desde -por lo menos-unas tres
generaciones.
Corría
hasta agotarse, tras el duro balón de cuero, pateándolo con sus grandes
zapatos, que cada día parecían nuevos; apoyado por su aparatoso armatoste, que
se fue agrandando junto con él, gracias a un sistema de resortes y broches,
ingenioso invento de su abuelo, el herrero del barrio de los oficios.
“El
fierros”, soñaba, por no poder evitarlo, con curarse, no volver a usar jamás
ese aparato y ser parte de un equipo de fútbol; el que fuera, cualquier club
deportivo lo aceptaría, si jugando con las varillas encima y esos zapatos que
siempre le quedaron grandes, era un buen defensa, ya se imaginaba que sería con
sus piernas sanas.
Pero
el problema de su espina dorsal, que afectaba irremediablemente a sus piernas,
nunca cedió y el aparato se tornó, al paso de los años, muy renuente a caminar,
mucho menos a dejarse llevar a correr tras el balón, la larga hora que duraba
el diario partido; y los zapatos no encogían, para aprisionar sus endebles pies,
que a duras penas crecieron unos pocos centímetros, hasta que alcanzó la edad
adulta.
Y
muy rápido, “El fierros” se hizo viejo también, con sus piernas inservibles y
sus sueños muriendo en la amargura de una realidad inevitable; los abuelos
fallecieron, de sus padres jamás supo nada; la vecindad fue demolida, el
gobierno expropio el terreno en el que sus sueños vivieron una hora al día, tan
pocos años.
Se
defendía en la vida, con lo que aprendió del oficio del abuelo, pero los
tiempos cambiaron y los oficios ya no fueron tan apreciados, ni tan necesarios.
La modernidad. La que le daba la opción de amputar sus extremidades inferiores
y usar unas prótesis “discretas y funcionales”, sin el chirrido del aparato ortopédico,
arrastrándose por las calles.
Cuando
se recuperó totalmente de la operación y aceptó que ningún equipo de fútbol se
pelearía sus servicios, fue al hospital a probarse la extensión de sus piernas;
le daban a escoger entre varios tipos de calzado, para lo que serían sus pies. Pero
los sueños se aferran a cualquier recuerdo y prefirió usar los grandes zapatos
del abuelo; los que parecían haber sido comprados ese mismo día.